Sus ojos me miran, me analizan, me
desnudan por dentro. Encuentran en los míos a su disposición cada secreto que
quiera buscar, es imposible plantar una barrera ante tal magnitud de carácter.
Con esa mirada que dice haberlo visto todo y que a su vez denota la curiosidad
de haberse encontrado con algo nuevo por primera vez, sin saber si esa novedad
es mi persona o el color de mis pupilas. Con él siempre es complicado saber qué
es lo que le emociona, lo que le mueve. ¿Qué pueden indicar los espejos del alma de
alguien que carece de ella? ¿A alguien a quien la humanidad ya le queda tan lejos
que solo guarda su apariencia?
Sus labios hablan, inventan
falacias y crean redes de mentiras en las que envuelve a su interlocutor. Él es
el bulo dañino que se expande como la peste y hace que seas condenado a la
hoguera. Los labios que se mueven para dictar tu sentencia de muerte y al mismo
tiempo para ejecutarla, pues es tras esos labios que se esconde su arma más
potente. Los he visto, me los ha mostrado y ha alardeado de ello. Es un asesino
en serie, lo sabe y lo disfruta. Aparte del alimento la sangre, roba la vida a
sus víctimas por placer, como rescoldos de la excitación humana que algún día
sintió. Como un deseo casi sexual de un megalómano, pero no, no algo como eso,
pues él está por encima de nosotros en la cadena alimenticia. Un poder que
sabe, disfruta y saborea.
Ha declarado tantas veces estar
muerto por dentro que ya comienzo a dudar de la veracidad de sus palabras, de
que realmente no sienta nada. Porque sí, yo le amo, le amo como puede amar la
muerte el suicida que se encuentra al filo de la banqueta antes de saltar y
pender de la soga, con las dudas y titubeos de dejarse caer al vacío antes de dejar de existir por siempre. Amo al monstruo que tengo delante y que siempre se ha
mostrado tan fuerte. El monstruo que en su desesperación y en mi enfermedad
viene a suplicar a los pies de mi cama e implacable. Pero que ahora está acongojado, sé que oye los latidos débiles de mi corazón, que sabe que mis horas están contadas, que no desea que me vaya.
Se siente frustrado y amargado porque me dé por vencida, porque me deje abrazar
por Caronte, que tira de mí para darme mi último paseo en su barca.
Sus ojos, es lo último que veo
antes de cerrar los míos y negarme a su don oscuro. Sus ojos llenos de lágrimas
de sangre, sangre ajena que derrama por mí, sangre que promete darme una vida
que no deseo… Sus ojos que lo último que ven son mi sonrisa, como regalo de
estas noches de promesas e ilusiones.